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El Primer Amor según San Pablo – Sobre Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

 

Aquellos que me conocen, saben lo que el Cine de Don Paul Thomas Anderson (PTA para los amigos) significa para mí y para la cinefilia de la modernidad. ¿El mejor cineasta norteamericano en activo? Nombren otro si se les ocurre. ¿El último auteur? Nadie más ha luchado en estos más de 25 años de carrera por un Cine independiente, adulto y complejo en un Hollywood cada vez más mercenario, infantil y lleno de fórmulas. ¿El nuevo Altman, Scorsese...Kubrick? Si a todo. Del primero, toma en sus primeras películas el fantástico manejo de largos elencos, además de entender rápidamente una valiosa enseñanza, y es que en la vida y en el Cine solo importa una cosa: las personas. Al igual que toda su generación, desde Tarantino a Aronofsky, Anderson es hijo directo del cine de Scorsese. La urbanidad llena de ira y frustraciones, los increíbles y constantes movimientos de cámara, un conocimiento enciclopédico de la historia y la técnica cinematográfica, todo esto sumado a una eterna lucha con el establishment Hollywoodense por lograr un cine maduro de calidad, hacen que Scorsese sea una referencia obligatoria cuando se habla de Paul Thomas Anderson.  De Kubrick, Anderson tomará el detallismo al extremo que hizo tan único al creador de 2001: A Space Odissey, además de la habilidad de nunca repetirse...ya que, ¿alguien puede explicar que el mismo tipo que hizo Boogie Nights y Punch-Drunk Love haya hecho The Master y Phantom Thread? Porque yo no puedo.

 Licorice Pizza es la novena y más liviana de las películas de PTA. También es el regreso a su amado San Fernando Valley tras las muy británica Phantom Thread. Y si se puede agregar algo más, es posiblemente, el PTA más tirado al entretenimiento y al disfrute desde su tributo al porno vintage en Boogie Nights, también situada en el Valley de los 70s. La historia, a la que el cineasta nos lanza de forma directa a los 30 segundos de película tras un prank adolescente, es muy sencilla: Gary, quinceañero actor lleno de confianza y encanto intenta conquistar a Alana, jovencita hebrea de 25 años (por ahí se le escapa 28) de errante porvenir, que vive con sus padres y hermanas. ¿El escenario? El verano de Los Angeles en 1973, con James Bond y Charles Bronson llevando el público a los cines y la crisis del petróleo acechando a todo aquel que necesite de gasolina para moverse o subsistir. Alrededor de Alana & Gary, un largo elenco de coloridos y estrambóticos personajes, con algunos reales con nombre y apellido (el desquiciado peluquero vuelto productor de cine Jon Peters, el idealista candidato a concejal Joel Wachs), otros también reales pero con un ligero cambio en sus identidades (Lucille Ball, William Holden) y los restantes, que si bien no son celebridades, deben estar basados en la gente que pobló esa surrealista California de antaño, como una divertida agente de Hollywood o un dueño de restaurantes japoneses, tan gracioso como políticamente incorrecto, que hirió los sensibles corazones de la policía cultural que rige en la actualidad.

Hay que decirlo de una: lo de Alana Haim (guitarrista de la banda HAIM junto a sus hermanas) y Cooper Hoffman (hijo del fallecido Philip, al que recuerda en más de una escena) es simplemente brillante. Parecen haber nacido para estos roles y es tal el carisma de ambos, que uno solo querría tenerlos de amigos en nuestra vida.  Se puede pensar que es increíble que alguien que puede tener a sus servicios a casi cualquier actor de Hollywood se haya decidido por dos debutantes, pero después recordamos que el que está motivando y guiando a Alana y Cooper es PTA, y es irrefutable que es uno de los mejores directores de actores vivos...si no es el mejor. Diciendo presente en la función también aparecen Sean Penn (Welcome Back!) como un alocado William Holden, un verdaderamente desternillante Bradley Cooper, que en solo 4 o 5 minutos (hubiera adorado que fueran 20 o 30) logra hacer del chiflado Jon Peters, uno de los personajes más delirantes de la filmografía de Anderson, y el cineasta Benny Safdie como Joel Wachs, que sorprende gratamente como actor, pero que le toca estar, para mí, en la parte más débil de la película.

Es una pena (muy mínima) que PTA no haya decidido cerrar la película un plano (y una frase) antes, ya que hubiera cerrado todo con un moño, por no decir el concepto correcto y adecuado que literalmente baja la cortina en lo contado.  Es cierto que hay mucho de Harold & Maude, American Graffiti, Rushmore, Once Upon a Time in Hollywood, las películas de Richard Linklater y algunas escenas que remiten a clásicos como Sorcerer o Taxi Driver, pero Licorice Pizza, como toda obra de Paul Thomas Anderson, es su propia bestia cinematográfica. Es una película como un disco (LP), creo yo, con sus distintas canciones (episodios) ligadas a un todo, llamado Alana & Gary, que iba a ser el título original de la película, antes del homenaje nostálgico a la tienda de discos del mismo nombre. Al final, Anderson no es el nuevo Altman, ni el nuevo Scorsese, ni tampoco Kubrick. Es el nuevo Orson Welles.

 

 

Acerca del Autor

Juan Manuel Fábregas

Uruguayo. Gran creyente de la Iglesia de Paul Thomas Anderson. Crítico de Cine y Realizador desde 2013, escribiendo para publicaciones y revistas como RouMovie.com, Cartelera.com.uy y Gorosito.Tv.

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