En español, la palabra “sueño” designa tanto al acto de dormir como al anhelo de imaginar un futuro distinto. Ciudad sin sueño, el debut en largometraje de Guillermo Galoe, juega con esta doble acepción de forma brillante y dolorosa. La película, ambientada en la Cañada Real de Madrid —uno de los mayores asentamientos informales de Europa y hogar de miles de personas, mayoritariamente de origen gitano—, es tanto el retrato de un lugar donde el sueño (el descanso) es escaso, como de un espacio donde soñar (imaginar un porvenir mejor) parece casi imposible.
Toni (Antonio Fernández Gabarre), un adolescente de 15 años que se interpreta a sí mismo, es el centro de este viaje. Vive entre carreras en quad, peleas infantiles, ferias comunitarias y juegos con su gallo, pero también entre escombros, desconexiones eléctricas y demoliciones anunciadas. Su mundo se desmorona con la lentitud brutal del avance institucional. Las autoridades madrileñas, como tantas otras en Europa, quieren “normalizar” su entorno, lo que en la práctica significa demoler el barrio y dispersar a sus familias en viviendas sociales.
Toni, sin embargo, no tiene un sueño claro. Y ese es el corazón emocional de la película. No estamos ante el relato tradicional del joven que sueña con escapar. Toni ni siquiera sabe si quiere irse. No es rebelde, ni un héroe. Es un chico confundido que empieza a preguntarse por qué su mundo desaparece, por qué su mejor amigo Bilal es enviado a Francia, por qué el piso al que podría mudarse con sus padres no se siente como hogar.
Galoe construye un retrato profundo, poético y visceral sin caer en el miserabilismo ni en la glorificación. Con una sensibilidad neorrealista que remite a Los olvidados o I Vitelloni, el director filma con actores no profesionales, en sus propios espacios, sin guion y con una cámara atenta a los detalles fugaces: los gestos de ternura entre Toni y su abuelo Chule (Jesús Fernández Silva), la tensión de las carreras en moto entre callejones sin asfaltar, la vibración de los celulares mientras los niños se graban aplicando filtros de colores a una realidad gris.
La película comienza y termina con planos secuencia que giran en 360 grados sobre la comunidad, como si Galoe intentara fijar un mapa emocional antes de que sea arrasado. En medio, encontramos secuencias tan impactantes como una visita a un piso de protección oficial donde Toni, ante la altura del edificio, se niega a subir por el ascensor. En ese gesto se condensa toda una resistencia silenciosa: mudarse significa abandonar el sentido de pertenencia, el vínculo con su historia y su gente.
Ciudad sin sueño se convierte así en una elegía por una comunidad amenazada, pero también en un relato de iniciación. Toni es, como el Rubini de La dolce vita, un personaje en el centro de todo que no sabe si quiere formar parte de ello. Su relación con Chule —a veces entrañable, a veces tensa— encarna el conflicto generacional entre una cultura comunitaria basada en la resistencia y una nueva generación que no encuentra lugar ni en su presente ni en el modelo que se le impone.
La película no escatima en crudeza, pero la transfigura en belleza. La dirección de arte aprovecha los contrastes de color en los filtros digitales aplicados por los propios adolescentes; el montaje alterna planos realistas con otros casi alucinatorios. Todo contribuye a crear un clima onírico, casi místico, sin que la película abandone nunca la tierra.
La decisión de incorporar imágenes grabadas por los propios chicos con sus teléfonos (como cuando Toni y Bilal exploran un coche abandonado o capturan un iguana) aporta una dimensión de apropiación del relato. No es solo Galoe filmando a una comunidad; es esa comunidad filmándose a sí misma, resignificando su mundo a través del lente tecnológico que la ha desplazado.
Como en Atlantique de Mati Diop, el filme se apoya en un trabajo previo del director (Aunque es de noche) para expandir su universo. Pero aquí la continuidad no es solo narrativa, sino política. Galoe construye una obra que denuncia sin gritar, que ama sin idealizar, que registra sin explotar.
Ciudad sin sueño es una de las grandes sorpresas del año. No solo por su valor testimonial y su impacto emocional, sino porque representa una forma de hacer cine que está en vías de extinción: una película que observa, que se pregunta, que escucha.