domingo, mayo 18, 2025
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Cannes 2025: ‘The President’s Cake’ de Hasan Hadi — La dulzura imposible en un país roto.

En la memoria colectiva del cine contemporáneo, Iraq suele aparecer a través de imágenes devastadas por la guerra, rostros endurecidos por el trauma y paisajes contaminados por el peso de las dictaduras y las invasiones. Pero en The President’s Cake, el debut del cineasta iraquí Hasan Hadi, lo que vemos al principio no es fuego ni ruinas: es agua. Agua oscura, mansa, surcada por botes estrechos bajo la luz tenue de los faroles. Es Mesopotamia, nos recuerda el filme —el vientre de la civilización, el lugar donde nació la escritura y, con ella, el primer gran relato de la humanidad: la epopeya de Gilgamesh.

No es casual que Hadi inicie su película con una cita de este poema milenario. El poder del mito se entrelaza aquí con la brutalidad de un régimen que convirtió al pueblo iraquí en figurantes de una farsa totalitaria, donde hasta los cumpleaños presidenciales se celebraban bajo amenaza. En esta contradicción nace The President’s Cake, una fábula realista profundamente conmovedora que desarma al espectador con su dulzura, incluso cuando retrata un sistema donde pedirle a una niña pobre que debe hornear un pastel para un dictador no es una hipérbole, sino una obligación.

La protagonista es Lamia (Baneen Ahmed Nayyef), una niña de nueve años que vive con su abuela Bibi (Waheed Thabet Khreibat) en los pantanos del sur de Iraq. Su vida, aunque marcada por la escasez, está aún teñida por cierta inocencia y rutina: asistir a la escuela, navegar por los canales con su gallo Hindi como mascota, esquivar los absurdos del día a día. Pero cuando Lamia es elegida al azar para hacer el pastel de cumpleaños de Saddam Hussein —en un país donde no hay harina ni huevos ni azúcar—, su existencia se ve trastocada. Y cuando Bibi, desesperada y derrotada, decide abandonarla en la ciudad para que otra familia la adopte, se desata un relato que oscila entre la odisea infantil y la crítica feroz al poder que lo contamina todo.

Acompañada por Saeed (Sajad Mohamad Qasem), un compañero de clase en busca de su padre herido en los bombardeos estadounidenses, Lamia se embarca en una aventura urbana cargada de obstáculos, encuentros y desencantos. En su travesía aparecen figuras casi arquetípicas: el comerciante lascivo, la mujer embarazada indiferente, el cartero amable, el vendedor de relojes tramposo. Todos ellos, más que personajes individuales, representan eslabones rotos de una sociedad quebrada por el miedo, la escasez y la propaganda. Saddam no aparece nunca en persona, pero su sombra está en todas partes: en los retratos que cuelgan de las paredes, en los cantos escolares (“Con nuestra alma y sangre redimiremos a Saddam”), en los silencios impuestos por el terror.

Lo más notable de Hadi es su capacidad para dotar a The President’s Cake de una ternura que nunca se siente impostada. No idealiza a sus personajes, ni convierte a los niños en mártires precoces. Lamia y Saeed discuten, se frustran, se equivocan. Son niños atrapados en un mundo de adultos rotos. Hadi los filma con respeto, con paciencia, permitiendo que sus gestos, miradas y errores construyen un retrato honesto de la infancia bajo un régimen despótico. La fotografía de Tudor Vladimir Panduru, cálida y contenida, evita el exotismo y abraza una estética de lo cotidiano: mercados, mezquitas, hospitales. Lugares que, bajo el prisma de la escasez y la vigilancia, se transforman en laberintos morales.

El gallo Hindi, cómico y entrañable, se convierte en una figura clave. Es el oráculo y el amigo fiel, pero también un recordatorio del absurdo: mientras los niños buscan azúcar y justicia, él se pasea por la ciudad como una figura mitológica caída en el presente. Su canto es cómico, pero también sagrado. Y en un mundo donde la religión se mezcla con la propaganda, hasta el sonido de un gallo puede leerse como una señal divina.

La película, desarrollada con el apoyo del Sundance Feature Film Program y producida por figuras como Marielle Heller y Eric Roth, evita caer en el miserabilismo con el que muchas veces se retrata al Medio Oriente. La pobreza está presente, sí, y también la desesperación, pero lo que prima es una estructura clásica de cuento: la búsqueda, los obstáculos, la esperanza. Hadi no busca denunciar con estridencia, sino narrar con sensibilidad. Eso no impide que momentos puntuales duelan: una anciana que no puede recibir tratamiento médico por culpa de las sanciones, un joven ciego por una bomba estadounidense a punto de casarse, la imposibilidad misma de hornear un simple pastel en un país colapsado.

En su tramo final, The President’s Cake se desinfla un poco. La estructura episódica —cada encuentro con un adulto es un nuevo mini-conflicto— comienza a sentirse reiterativa. Algunos personajes están dibujados con brocha gruesa, y la tensión narrativa no siempre escala con la fuerza deseada. Pero Hadi compensa con humanidad. Los close-ups tardíos de Bibi, revelando tatuajes antiguos que conectan el presente iraquí con su pasado milenario, son conmovedores. La mirada final de Lamia sobre los marismas, buscando el reflejo de su abuela, cierra el ciclo con poesía.

The President’s Cake no es una película “importante” en el sentido tradicional. No es una gran producción ni un manifiesto político. Pero es urgente, valiente y profundamente conmovedora. Nos recuerda que incluso bajo los escombros del autoritarismo más brutal, florecen pequeñas historias de resistencia, ternura y dignidad. En una edición del Festival de Cannes marcada por lo apocalíptico, lo provocador y lo grandilocuente, la humildad y el corazón de esta película brillan con fuerza propia.

Es también una carta abierta a la infancia robada, a las cocinas vacías y a los patios escolares donde se coreaban consignas sin saber su significado. Una película sobre niños que buscan azúcar, pero descubren verdades. Que huyen de la represión, pero se encuentran a sí mismos. Que sueñan con hacer un pastel, pero aprenden a resistir.

Y uno se queda preguntando, mientras la barca de Lamia flota sobre las aguas de la antigua Mesopotamia: ¿Dónde estarán ahora esos niños? ¿Lograron escapar? ¿O simplemente parpadearon?

Ruben Peralta Rigaud
Ruben Peralta Rigaudhttps://cocalecas.net
Rubén Peralta Rigaud nació en Santo Domingo en 1980. Médico de profesión, y escritor de reseñas cinematográficas, fue conductor del programa radial diario “Cineasta Radio” por tres años, colaborador de la Revista Cineasta desde el 2010 y editor/escritor del portal cocalecas.net. Dicto charlas sobre apreciación cinematográfica, jurado en el festival de Cine de Miami. Vive en Miami, Florida.

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