domingo, mayo 18, 2025
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Cannes 2025: ‘Eddington’ de Ari Aster — Un western post-pandémico en ruinas.

Ari Aster siempre ha sido un cineasta obsesionado con los sistemas que nos contienen y, al mismo tiempo, nos condenan: la familia disfuncional en Hereditary, las dinámicas sectarias en Midsommar, el laberinto neurótico del yo en Beau Is Afraid. Pero en Eddington, su obra más ambiciosa y acaso la más peligrosa de su carrera, el sistema es uno que no cabe en ninguna alegoría privada: los Estados Unidos. Y no los Estados Unidos de un tiempo pasado, sino los de ahora mismo, de ayer, de hace tres años. El país post-COVID, post-Floyd, post-todo. Una nación en plena combustión, donde la pandemia no fue una pausa, sino la mecha final de un incendio que llevaba décadas gestándose.

Ambientada en un pueblito polvoriento de Nuevo México, Eddington toma la forma de un western —o al menos su esqueleto— para desmontar la idea de comunidad, autoridad y verdad en una época donde cada quien vive en una realidad distinta alimentada por algoritmos. Lo que en otro director sería un ejercicio de provocación oportunista, en manos de Aster es una pesadilla lúcida, una sátira impía tan densamente escrita como un tratado de psiquiatría y tan incómoda como un espejo en alta definición.

Joaquin Phoenix, nuevamente al servicio del delirio moral de Aster, interpreta al sheriff Joe Cross, un hombre anacrónico, conservador de “sentido común”, que no cree que el COVID sea un “problema aquí” y que prefiere cargar su AR-15 antes que una mascarilla. Asthmático, paranoico, profundamente triste, Joe encarna al varón blanco desorientado del siglo XXI: cree que la autoridad todavía le pertenece, pero la realidad —esa masa borrosa moldeada por las redes— lo contradice a cada paso.

Emma Stone, como su esposa Louise, es una fanática de YouTube que se pierde en numerología y teorías de QAnon, inducida por su suegra (una brillante Deirdre O’Connell) y los delirios de un youtuber de ultraderecha interpretado con inquietante carisma por Austin Butler. Al otro lado del espectro está Ted, el alcalde interpretado por Pedro Pascal, un liberal “tech bro” que obedece con entusiasmo las órdenes del gobernador demócrata, mientras planea instalar un centro de datos de IA en las afueras del pueblo. La pandemia, el racismo estructural, la guerra cultural y el declive institucional se entrelazan como pólvora en un barril cerrado. Cuando Joe decide enfrentarse a Ted en una campaña electoral improvisada, las tensiones ya no caben en los pasillos del supermercado. El caos se convierte en ley.

Aster ha descrito Eddington como un “western con teléfonos en lugar de revólveres”, pero los disparos terminan llegando. No porque haya una solución o una victoria que los justifique, sino porque la violencia es lo único que parece real en una época donde todo lo demás es simulacro. La primera gran explosión de violencia del filme, acompañada con grotesco cinismo por “Firework” de Katy Perry, marca el inicio de un descenso en espiral que recuerda a Oldboy o Sympathy for Mr. Vengeance. Lo que empieza como comedia negra se transmuta en horror político. Y lo que parecía sátira se convierte en tragedia.

Lo más perturbador de Eddington no es su ferocidad visual —aunque no faltan los rostros mutilados, los cuerpos descompuestos, las explosiones de furia—, sino su precisión sociológica. Aster no construye metáforas. Simplemente retrata lo que ya está allí: la imposibilidad del diálogo, la fragmentación de la verdad, la alienación emocional inducida por internet, la violencia como único lenguaje común. Es como si tomara cada titular de los últimos cinco años, lo pasara por un tamiz de paranoia kafkiana y lo sirviera con una sonrisa sardónica.

Es cierto que la película, especialmente en su primer acto, puede sentirse reiterativa. La confrontación entre Joe y Ted, los videos conspiranoicos, las referencias a Pop Crave o los debates sobre mascarillas pueden parecer ya agotados. Pero eso es parte del punto: Eddington no busca ofrecer una mirada fresca sobre estos temas, sino mostrar lo asfixiante que es vivir en un mundo donde todos estos temas coexisten y colapsan sobre sí mismos. Hay una sobrecarga deliberada, una densidad que por momentos raya en el caos. Y cuando parece que el filme no sabrá cómo avanzar, Aster cambia de marcha, saca el machete y corta todo lo que sobra. A partir de ese momento, el relato se torna implacable.

Visualmente, la película no tiene la belleza pagana de Midsommar ni la estética de pesadilla de Hereditary, pero el trabajo de cámara y sonido está al servicio del colapso. La música de Daniel Pemberton evoca a Tōru Takemitsu, con disonancias que atraviesan el alma, y hay momentos donde el montaje parece fragmentar la realidad de los personajes del mismo modo en que el algoritmo fragmenta nuestras percepciones. La secuencia final —una especie de tiroteo operático con un epílogo absurdo que bordea el nihilismo— dejará a muchos espectadores divididos. Algunos verán en ella una denuncia del estado actual de cosas; otros, un gesto desesperado por provocar.

Pero no es provocación lo que mueve a Aster. Lo suyo es diagnóstico. A diferencia de otros directores que simplemente satirizan el estado del mundo, él lo encarna. No filma el caos: lo convierte en estructura narrativa. No denuncia la desinformación: la reproduce para mostrar su toxicidad. No toma partido en la guerra cultural: la disecciona hasta mostrar su médula podrida.

Aster no quiere que el espectador salga con una conclusión clara. Quiere que salga enfermo. Eddington no enseña una lección; planta una duda. ¿Es posible reconstruir una comunidad cuando cada quien vive en su propio universo? ¿Hay alguna salida cuando incluso dentro de una casa, cada miembro de la familia cree en una realidad distinta? ¿Qué pasa cuando la ficción —esa a la que tanto temíamos— se convierte en el único lugar donde todavía nos sentimos vivos?

Eddington es, en definitiva, un espejo deformante. Y como todo espejo bien usado, devuelve una imagen que preferiríamos no ver. Es la película más política de Aster, pero también la más espiritual. Porque al final, más allá de la pandemia, del trumpismo, de QAnon o del wokismo, lo que nos muestra es un país (y un mundo) que ha perdido el hilo común. Un territorio donde el lenguaje, los afectos y la historia ya no sirven. Un western sin héroes, sin redención, sin tierra prometida.

Y quizás, justo por eso, una de las películas más necesarias del año.

Ruben Peralta Rigaud
Ruben Peralta Rigaudhttps://cocalecas.net
Rubén Peralta Rigaud nació en Santo Domingo en 1980. Médico de profesión, y escritor de reseñas cinematográficas, fue conductor del programa radial diario “Cineasta Radio” por tres años, colaborador de la Revista Cineasta desde el 2010 y editor/escritor del portal cocalecas.net. Dicto charlas sobre apreciación cinematográfica, jurado en el festival de Cine de Miami. Vive en Miami, Florida.

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