Reseña a la pelicula «Karate Kid: Legends» con Jackie Chan, Ralph Macchio y Ben Wang.

La nostalgia es un arma de doble filo. Puede revitalizar una franquicia o enterrarla bajo el peso de sus propias glorias pasadas. Karate Kid: Legends, dirigida por Jonathan Entwistle, es un intento ambicioso de unir generaciones, estilos de lucha y valores narrativos en una nueva entrega que pretende renovar la mística de una saga que marcó a más de una generación. Lo logra… en parte.

Desde su concepción, esta nueva entrega fue presentada como un puente entre dos legados: el del Miyagi-Do de las películas clásicas protagonizadas por Ralph Macchio, y el del kung fu espiritual que Jackie Chan representó en el reboot de 2010. Ambos caminos convergen ahora en la figura de Li Fong (Ben Wang), un adolescente marcado por la pérdida y el desplazamiento, que busca un nuevo comienzo en Nueva York tras emigrar desde China con su madre (Ming-Na Wen). La historia, aunque predecible, no carece de alma. Lo que sí le falta es pulso narrativo.

La película arranca con una secuencia que conecta directamente con Karate Kid II, utilizando imágenes de archivo de Pat Morita como el inolvidable Sr. Miyagi. Este recurso, más que gratuito, busca legitimar el linaje del personaje de Jackie Chan, insertando al Sr. Han en la mitología de la franquicia. Se nos dice que un antepasado de Miyagi viajó a China y fue acogido por la familia Han, de donde aprendió los principios del kung fu que luego adaptaría en Japón. Es una jugada arriesgada, pero funcional: si Disney puede construir universos enteros retroactivamente, ¿por qué no Sony con su saga de artes marciales?

Lo que sigue es una historia de formación y redención. Li Fong, nuevo en una ciudad hostil, se enfrenta no solo al duelo emocional por su hermano fallecido, sino también a los embates físicos y emocionales del bullying escolar. Entra en escena Conor (Aramis Knight), el clásico antagonista hipermasculino de torneo, ex novio de Mia (Sadie Stanley), el interés amoroso de Li. Hasta aquí, todo suena como una repetición de manual. Y lo es. Pero esa no es necesariamente su mayor falla.

Donde la película tropieza es en su estructura. A pesar de ser la entrega más corta de la franquicia, con apenas 94 minutos, se siente innecesariamente alargada por subtramas sin sustancia, como la del padre de Mia (Joshua Jackson), un ex boxeador venido a menos que solo sirve como excusa para insertar unas cuantas peleas más. En contraposición, las verdaderas conexiones emocionales —como la que podría haberse explorado entre Daniel y Han o el propio proceso interior de Li— quedan esbozadas, pero nunca desarrolladas con la profundidad que merecen.

Ben Wang cumple con solvencia, aunque su personaje no termina de despegar. Interpreta a un joven contenido, marcado por el dolor, pero su arco de transformación resulta más impuesto que vivido. Es un protagonista funcional, pero carente del carisma que Daniel LaRusso o incluso Dre Parker (Jaden Smith) supieron transmitir. Más interesante es la interacción entre Jackie Chan y Ralph Macchio, quienes comparten escena en momentos puntuales, incluida una secuencia de entrenamiento que prometía ser icónica, pero que lamentablemente queda diluida por un montaje apresurado y el uso excesivo de dobles de acción.

Y es que aquí llegamos a uno de los grandes problemas de Karate Kid: Legends: su relación con el lenguaje del cuerpo. La franquicia, desde su origen, ha sido una celebración del movimiento como forma de expresión emocional, como coreografía narrativa. En esta nueva entrega, sin embargo, las peleas carecen de esa elegancia y poesía. Jonathan Entwistle, quien ya había demostrado sensibilidad visual en series como The End of the F**ing World*, opta aquí por una estética recargada de cortes rápidos, efectos digitales y recursos visuales que remiten más a TikTok que al cine de artes marciales tradicional.

El resultado es un producto visualmente homogéneo, donde las peleas parecen diseñadas para mantener la atención de una audiencia con poca capacidad de concentración, pero que pierde el peso dramático que debería tener cada golpe, cada bloqueo, cada caída. No hay espacio para la pausa, para la contemplación, para la enseñanza implícita que caracterizaba a Mr. Miyagi y que también intentaba transmitir el Sr. Han.

Hay momentos rescatables. La relación entre Mia y Li tiene cierto candor, y la forma en que ambos se descubren en medio del caos urbano posee una sinceridad que no puede fingir. Hay también una intención noble en mostrar una América diversa, con una familia migrante como eje de la historia, y un enfoque en la integración de valores asiáticos en el contexto occidental. Esa dimensión cultural funciona como metáfora y como contexto narrativo, y quizá sea uno de los elementos mejor logrados de la cinta.

Pero luego llega el final. Un clímax predecible pero emotivo, que apela sin vergüenza al corazón del fan más veterano. Hay una aparición sorpresa (que no arruinaremos aquí) que arranca una sonrisa genuina. Y eso, al menos, nos recuerda por qué seguimos regresando a estas historias, por qué seguimos creyendo en la idea de que una patada bien dada, si viene del lugar correcto, puede cambiar el rumbo de una vida. Karate Kid: Legends no es la entrega definitiva que muchos esperaban, pero tampoco es un desastre irremediable. Es una película que juega con las fórmulas conocidas, que falla en algunos aspectos esenciales como la profundidad dramática o la coreografía de acción, pero que logra —a ratos— reconectarnos con una emoción genuina. Es una carta de amor al pasado que, paradójicamente, olvida a veces cómo se construyó ese pasado. Pero también es un recordatorio de que el cine, como las artes marciales, se trata de equilibrio. Y aunque esta película no lo alcanza del todo, al menos lo intenta.

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