La nueva película del director dominicano aborda con valentía el mito del “tiguere”, pero se queda atrapada entre la sugerencia y la falta de enfoque narrativo.
Un grupo de adolescentes es reclutado por sus padres en un campamento de entrenamiento para ser moldeados como tigueres. Este arquetipo representa la máxima idealización del carácter masculino en la cultura dominicana y caribeña: hombres fuertes, fríos, capaces de sobrevivir sin mostrar una grieta de vulnerabilidad. Alberto (Manny Pérez), el entrenador principal del campamento, decide que ha llegado el momento de que su hijo, Pablo (Carlos Fernández), se una al grupo. Pero lo que Alberto no sabe es que Pablo ya es un tiguere por derecho propio, aunque en un sentido que su padre nunca ha considerado. Desde ahí nace el conflicto central de Tiguere, la nueva película de José María Cabral: ¿quién define lo que es ser hombre?
Rodada en un exuberante retiro de montaña, Tiguere se desarrolla en un campamento donde las familias envían a sus hijos adolescentes con la esperanza de que se conviertan en “hombres de verdad”. El líder del programa, interpretado con firmeza por Manny Pérez, cree que endureciendo a su hijo podrá salvarlo de una supuesta debilidad. Sin embargo, Pablo se resiste. Él es artista, observador, introspectivo. Él ya ha entendido lo que su padre aún no logra ver: que la sensibilidad también es fuerza.
La propuesta de Cabral nace de una experiencia personal de su adolescencia. El director dominicano coescribió este drama semi-autobiográfico junto a los guionistas cubanos Arturo Arango, Nuri Duarte, Xenia Rivery y Alan González. En entrevistas, Cabral ha citado influencias como Beau Travail, The Rider y Honey Boy, todas películas que abordan la construcción masculina desde una sensibilidad poética, pero también crítica. El problema es que, en Tiguere, esa mirada no logra profundizar. Lo que podría haber sido un estudio poderoso de la masculinidad caribeña se queda en brochazos. Se apunta a muchas direcciones, pero no se clava en ninguna.
Y resulta difícil entender cómo, con cinco guionistas, una historia tan contenida quede tan poco explorada. Ni el personaje principal ni los secundarios logran alcanzar una verdadera complejidad. No conocemos las motivaciones de los adolescentes que están en el campamento. No entendemos el trauma real entre Alberto y Pablo. Las relaciones quedan dibujadas, pero sin sombra, sin carne.
Uno de los grandes errores de la película está en la propia interpretación del término tiguere. En la calle, un tiguere no es alguien que pelea. No es violencia lo que lo define. Es astucia, es adaptación, es sobrevivencia en un sistema que no te da oportunidades. Un verdadero tiguere esquiva los golpes, no los busca. Y esa visión callejera, popular, nunca aparece con claridad en la película. Aquí se nos presenta un entrenamiento casi militar: muchachos que son arrastrados por el lodo, arrojados a ríos, sometidos a rutinas físicas absurdas como si se tratara de una escuela de combate. Pero el tigueraje dominicano no se aprende en un campamento; se aprende en la calle, porque la calle no enseña con gritos, sino con instinto.
Esto lleva a pensar que el concepto fue manipulado —quizás conscientemente— para fines de mercado. El título Tiguere suena potente en español, tiene fuerza fonética y cultural. Pero, ¿fue moldeado pensando más en un público internacional que en una representación honesta de nuestra identidad? Tal vez. Lo que es cierto es que el tiguere que se ve en la pantalla no es el que conocemos en los barrios. Y eso afecta la credibilidad del relato.
La película tiene momentos visuales muy cuidados. La fotografía de montaña y la atmósfera del campamento están logradas. Hay imágenes que evocan angustia, aislamiento y tensión. Pero el subtexto —construido a través de símbolos como la figura de un caballo— no encuentra anclaje real en la narrativa. Hay sugerencias sobre homosexualidad reprimida, sobre decepciones paternas, sobre vulnerabilidad emocional, pero todo queda insinuado. Nada se desarrolla. No hay una escena que explote, que incomode, que se atreva a decir lo que los gestos insinúan.
Cabral mismo lo ha dicho: “La clase de tigueraje buscaba formar adolescentes homofóbicos, agresivos, sin emociones, y otros patrones de masculinidad tóxica que hoy están siendo cuestionados por nuevas generaciones”. Esa intención está, pero no se ve reflejada con claridad en la historia. Se queda como una declaración en una entrevista, más que como un discurso narrativo visible en el film.
Hay elementos que, aunque menores, socavan la verosimilitud de la trama. ¿Qué tan fácil es que un adolescente escape de un campamento como ese? ¿Qué tan sencillo resulta que llegue a una casa desconocida y entre como si nada? ¿Dónde están las consecuencias? ¿Qué tan justificable es que cinco adultos (cinco guionistas) no logren construir a fondo a un solo personaje secundario?
Además, hay momentos cliché que afectan el impacto emocional: el chico empujado al río, las pruebas físicas sin justificación, los gritos sin contexto. El ritmo narrativo sufre, especialmente hacia el final, donde todo se acelera y ningún arco se cierra con verdadera coherencia.
El casting, sin embargo, es uno de los puntos fuertes. Carlos Fernández, joven actor cubano con experiencia en televisión, logra un Pablo creíble, aunque contenido. Manny Pérez, con su presencia imponente, encarna bien la figura del padre rígido, aunque su personaje carezca de matices emocionales. Hay escenas donde la tensión funciona, donde la relación padre-hijo está a punto de explotar, pero se contiene. Y ese autocontrol —que en otros contextos sería virtud— aquí se convierte en frustración narrativa.
La película tiene buenos momentos. Secuencias bien logradas que hacen pensar en lo que pudo haber sido si el enfoque hubiera sido más claro. Pero también deja muchas oportunidades perdidas: la importancia de los personajes secundarios, la historia de cada adolescente, los efectos reales de esa educación emocionalmente violenta. Todo eso queda en el aire.
Tiguere es una película que se atreve a tocar un tema importante. Que parte de una buena idea, basada en vivencias reales, con una intención honesta: desmontar el mito del hombre impenetrable, del macho invulnerable, del tiguere de hierro. Y eso siempre es valioso. Pero también es una película que no sabe bien qué historia contar. Que quiere decir muchas cosas, pero no profundiza en ninguna. Que visualmente tiene momentos bellos, pero narrativamente se queda corta.
Aun así, vale la pena verla. Porque es un primer paso. Porque puede abrir conversaciones. Porque hay algo en ese intento —fallido pero necesario— de mirarnos a nosotros mismos con honestidad. Y porque, tal vez, en el fondo, José María Cabral no estaba buscando respuestas, sino simplemente compartir una herida. Aunque esa herida aún no cicatrice del todo.