Primer día en el Festival de Cannes 2025
El telón se alzó con elegancia, como cada año, pero esta vez con una intensidad que no se sentía desde la última gran era dorada de los festivales. Cannes 2025 comenzó no con fuegos artificiales, sino con palabras, gestos y miradas que marcaron una apertura cargada de memoria cinéfila y advertencia contemporánea. Quentin Tarantino —invitado de honor, provocador profesional y archivero del celuloide— lanzó una reflexión que atravesó las paredes del Palais des Festivals: “El cine no necesita salvadores, necesita audiencias comprometidas”. A su lado, Robert De Niro y Leonardo DiCaprio compartieron un raro momento de complicidad pública, dos leyendas que han transitado juntos y separados las avenidas de la actuación, hoy saludando a una generación que los idolatra sin haberlos visto en Mean Streets ni en What’s Eating Gilbert Grape.
La Croisette, usualmente dominada por brillos de marca y influencers de poses ensayadas, pareció cederle el paso —al menos por una noche— al cine. Al verdadero cine. Al cine que todavía respira, que se incomoda y se transforma. Ese que Cannes, a pesar de sus excesos y contradicciones, intenta preservar como un templo, aunque cada año le cueste más.
Tarantino, el curador de la nostalgia
En su discurso previo a la proyección inaugural, Tarantino no leyó notas. No lo necesita. En su memoria vive el cine como si cada encuadre fuera una cicatriz. Habló de la muerte lenta de la experiencia colectiva de la sala, criticó la velocidad con la que olvidamos a los cineastas que no entran en la conversación del algoritmo, y citó —cómo no— a Godard, Leone y hasta De Palma. “Estamos en Cannes, donde el cine todavía tiene el derecho de ser un evento”, dijo. Y tenía razón. Durante una hora, la audiencia lo escuchó como quien presencia el último sermón de una religión antigua.
Tarantino no tenía película este año, pero su presencia fue un acto performático en sí mismo. Al salir, muchos críticos notaban lo que parecía ser una especie de despedida. Otros, simplemente, saboreaban la posibilidad de que esté preparando una última gran locura. Porque si algo dejó claro Quentin, es que él también ha entendido que los festivales son su escenario final.
DiCaprio y De Niro: legado compartido
En un evento paralelo organizado por la Cinémathèque de Cannes, Leonardo DiCaprio y Robert De Niro compartieron escenario para hablar de sus colaboraciones con Scorsese, pero también de lo que significa sobrevivir décadas en un oficio que los ha amado y desafiado a partes iguales. DiCaprio, más suelto que de costumbre, habló del miedo a la irrelevancia. De Niro, escueto y elegante, replicó con una frase que resonó con fuerza: “Uno nunca deja de actuar. A veces solo cambia el público”.
Ambos fueron recibidos como leyendas vivas, pero lo interesante fue la lucidez con la que hablaron del presente: del papel del actor en una industria dominada por algoritmos y modelos de distribución que priorizan volumen sobre valor. Cannes los escuchó como se escucha a los padres fundadores de un oficio en peligro de banalización. La audiencia, formada por jóvenes cineastas, cinéfilos y veteranos del festival, aplaudió de pie.
El jurado: diversidad real o gesto simbólico
Este año, el jurado de la Selección Oficial está presidido por la cineasta maliense Mati Diop, una decisión tan política como estética. A su lado, nombres como Hirokazu Kore-eda, Léa Seydoux, Maren Ade y el director mexicano Alonso Ruizpalacios. Un grupo que, al menos sobre el papel, promete lecturas cinematográficas menos eurocentristas, más abiertas a narrativas periféricas y voces disonantes.
Sin embargo, la presencia de estrellas como Emma Stone, quien también forma parte del jurado, recuerda que Cannes sigue jugando a la dualidad entre glamour y vanguardia. ¿Puede un jurado verdaderamente premiar una obra radical si las alfombras rojas imponen su lógica de celebridad? La incógnita queda planteada desde el primer día, como cada año. Pero hay algo refrescante en ver a Diop, una mujer del Sahel con una sensibilidad afilada, como la cara visible del criterio del festival más importante del mundo.
El ambiente: cine, humo y metáforas
En las calles, Cannes es un collage de idiomas, miradas y posters que compiten por atención. A las afueras del Palais, un grupo de jóvenes sostiene pancartas pidiendo acceso libre al cine y mayor inclusión de películas africanas. Más allá, un youtuber alemán transmite en vivo su intento por colarse a una función de medianoche. Cannes, como siempre, es el corazón latente de una industria en crisis, pero también el último bastión de una idea romántica: que el cine puede cambiar vidas.
Los bares, repletos de conversaciones cruzadas, son el lugar donde se forma el verdadero “termómetro” del festival. Este año, la expectativa está dividida entre el nuevo drama de Nuri Bilge Ceylan, la esperada distopía coreana de Kim Jee-woon, y una opera prima colombiana que llegó sin distribuidor y ya está generando ruido por su crudeza política. Cannes es eso: el lugar donde un debutante puede ganar la Palma y un veterano puede ser abucheado sin misericordia.
Lo que viene: días de fuego y celuloide
Cannes 2025 apenas comienza, pero ya hay señales claras de que esta edición será recordada como una bisagra. La presencia de leyendas, la creciente politización del jurado, la presión del streaming, la respuesta del público. Todo parece indicar que el cine —el cine verdadero, el de sala oscura y silencio respetuoso— no está muerto, solo está redefiniéndose. Y Cannes, entre contradicciones, sigue siendo el espejo más fascinante de esa transformación.
Desde aquí seguiremos contando cada día lo que pasa dentro de las salas, lo que se murmura en las calles, lo que impacta en la pantalla y lo que se graba en la memoria. Porque en Cannes, a diferencia de otros festivales, las películas no solo se proyectan. Se discuten. Se pelean. Se viven.
Mañana más. Y mejor. Porque el cine no duerme en la Croisette.