En un Cannes 2025 saturado de debuts prometedores, estrellas consagradas y apuestas visuales de alto calibre, Urchin emerge como una pequeña bomba emocional que detona con discreción pero deja cicatrices duraderas. Harris Dickinson, a quien el público ya conoce por su trabajo actoral en Babygirl, Triangle of Sadness y Beach Rats, da el salto a la dirección con una obra que, más allá del hype por su nueva faceta, demuestra una convicción narrativa y una sensibilidad pocas veces vistas en una ópera prima.
Lo primero que hay que decir es que Urchin no es la típica historia de redención. No hay aquí una curva ascendente ni una epifanía salvadora; lo que Dickinson construye es una especie de círculo vicioso emocional donde su protagonista, Mike, interpretado con una crudeza admirable por Frank Dillane, gira en una espiral de fragilidad, violencia, ternura y desolación. Un antihéroe sin planes, sin brújula, sin consuelo.
Mike ha vivido cinco años en la calle, hundido en la drogadicción, sobreviviendo a fuerza de pequeñas estafas y caridad rechazada con violencia. Cuando lo conocemos, su gesto ausente, su andar tambaleante y su reacción agresiva ante una predicadora callejera ya nos indican el terreno que vamos a pisar: un retrato incómodo de una humanidad quebrada. El primer acto lo muestra en ese estado, y cuando una buena acción lo empuja nuevamente a prisión, Dickinson parece decirnos: esta historia no va a avanzar, va a girar en círculos.
La gran inteligencia del guion de Dickinson es que finge ofrecernos un arco narrativo tradicional solo para sabotearlo de manera deliberada. Mike sale de la cárcel, limpio de drogas, encuentra trabajo como cocinero en un hotel de tercera y hasta se permite un momento de ternura cantando “Whole Again” de Atomic Kitten en un karaoke. El espectador respira por primera vez. Pero Dickinson no busca reconfortar. Cada pequeño paso hacia la estabilidad es minado por la incapacidad de Mike para habitar su presente o proyectar su futuro sin sabotearlo. No hay moralina, no hay redención garantizada, solo la insistencia del trauma y la fragilidad como forma de vida.

Dillane —a quien muchos recordarán como el joven Tom Riddle en Harry Potter and the Half-Blood Prince— entrega aquí la interpretación más poderosa de su carrera. Lejos del efectismo, su Mike es un cuerpo dolido que flota entre decisiones erráticas. Puede ser dulce, incluso divertido, y en el siguiente minuto explotar con una violencia que nace más del desconcierto que del rencor. Es una criatura a la deriva que no distingue entre una noche de trabajo y una dosis de ketamina en la playa. El dolor de Mike no es performativo; es cotidiano, constante, como una piedra en el zapato que no puede o no quiere quitarse.
El director evita el sentimentalismo fácil. En lugar de empujar al espectador hacia la empatía con escenas manipuladoras, lo obliga a observar sin juicio, como si estuviéramos sentados en un banco de alguna calle londinense viendo a Mike pasar, sin saber su historia completa, sin comprender sus contradicciones. Este enfoque recuerda el concepto de “sonder”: la comprensión de que cada persona tiene una vida compleja que trasciende nuestro breve encuentro con ella. Y eso es lo que Urchin logra: no entender a Mike, sino verlo.
Visualmente, Dickinson opta por una mezcla entre el naturalismo y lo onírico. La fotografía de Josée Deshaies aplana a Mike en su entorno urbano, borrando los límites entre él y la ciudad que lo ignora. Pero también hay momentos de lirismo visual: una secuencia de baile, visiones interiores, rupturas del realismo que desestabilizan al espectador tanto como la mente de su protagonista. La música de Alan Myson aporta una textura sonora inquietante, acompañando el descenso sin dramatismo excesivo.
En comparación inevitable, Urchin dialoga con Naked de Mike Leigh, aunque sin su tono apocalíptico ni su misantropía. Si David Thewlis era un filósofo demente atrapado en un Londres distópico, Dillane es un niño atrapado en el cuerpo de un adulto que no entiende cómo funciona el mundo. Donde Naked bramaba, Urchin susurra. Pero ambos retratan hombres rotos por un sistema indiferente, con el agravante de que Dickinson no concede ni el consuelo de una respuesta.
Es clave destacar que Urchin nace de una experiencia personal. Dickinson se inspiró en personas que conoció durante su juventud y en su trabajo con organizaciones de apoyo social. Ese compromiso se traduce en una película que no busca “dar voz” a los sin techo desde una mirada paternalista, sino más bien devolverles su complejidad como seres humanos. Mike no es un santo, ni un monstruo. Es un reflejo incómodo de una sociedad que exige funcionalidad y castiga la vulnerabilidad.
Una escena en particular resume la filosofía de la película: un encuentro breve entre Mike y su víctima, en una reunión supervisada. Él dice la verdad —como siempre— pero no hay consuelo. No hay liberación. Solo el peso de lo que fue y lo que no puede ser. Y ahí es donde Dickinson brilla: al entender que a veces la compasión no basta, que los sistemas fallan y que las personas, muchas veces, no saben cómo salvarse a sí mismas.
En lugar de marcar una distancia con el personaje, Dickinson se permite aparecer brevemente en pantalla, en un papel secundario que no interrumpe el verismo logrado. Su dirección es firme, sin los vicios de un debutante con ínfulas autorales. Hay humildad en su puesta en escena, pero también una visión clara y una voluntad de incomodar.
Urchin no ofrece respuestas fáciles, pero sí preguntas importantes. ¿Qué significa realmente la rehabilitación? ¿Qué clase de apoyo necesita una persona como Mike para reconstruirse? ¿Y qué papel jugamos todos, desde nuestra comodidad, cuando vemos a alguien así en la calle?
Al final, lo más doloroso es ver cómo Mike observa el mundo desde el otro lado de una ventana invisible. Todo lo bueno, lo humano, lo deseable parece pertenecer a los demás. Él está fuera, y no porque no lo merezca, sino porque no sabe cómo pedirlo. Urchin no busca redimir ni explicarlo; simplemente lo observa con una lucidez brutal. Y nosotros, como espectadores, salimos distintos.Una obra valiente, delicada y necesaria. Harris Dickinson ha demostrado que es más que una cara bonita del cine británico. Con Urchin, se posiciona como un narrador honesto, valiente y profundamente comprometido con mostrar la realidad que muchas veces elegimos no ver. Y en tiempos donde la empatía suele ser superficial, su mirada —áspera, sensible y sin concesiones— se agradece.