El cine tiene memoria, pero a veces olvida lo que realmente importa. Casi todos recuerdan À bout de souffle —ese beso al viento, ese “New York Herald Tribune”, esos lentes oscuros eternamente enmarcando el rostro de Jean-Paul Belmondo— como una pieza de estilo, como una postal viviente de la rive gauche. La Nouvelle Vague, sin embargo, fue mucho más que eso: fue un gesto de ruptura, una revolución empapada de café, política y celuloide, que derribó con desprecio el academicismo del “cinéma de qualité” para imponer una nueva gramática. Richard Linklater lo sabe, pero en Nouvelle Vague decide contar otra cosa.
Lejos de ofrecer una exégesis exhaustiva o una biografía en blanco y negro del joven Godard, Nouvelle Vague es una carta de amor al caos creativo, un ensayo visual disfrazado de making of, una recreación casi fetichista del momento exacto en que un grupo de cinéfilos tomó las riendas del cine francés con nada más que una cámara en mano, un puñado de ideas robadas y una voluntad casi adolescente de incendiarlo todo.
Linklater, un camaleón narrativo que ha mutado del realismo cotidiano (Boyhood) al delirio animado (A Scanner Darkly), elige aquí un tono lúdico, juguetón, casi liviano. Y, sin embargo, bajo esa superficie amable, hay un gesto de audacia: no intenta imitar a Godard, sino acercarse a él con la distancia crítica del que admira sin idealizar. La suya no es una reconstrucción solemne del rodaje de À bout de souffle, sino un divertimento erudito, lleno de nombres que aparecen en pantalla como si fueran personajes de Wes Anderson: Chabrol, Rivette, Truffaut, Bresson, Rohmer, Melville, incluso Rossellini. Cada uno entra y sale como si estuviéramos en una fiesta de disfraces para cinéfilos. A veces funciona, otras veces parece una versión en celuloide de Midnight in Paris, donde los guiños históricos son tan evidentes que corren el riesgo de volverse una especie de quiz show para estudiantes de cine.
La idea es brillante, pero a ratos se agota. Porque lo que hizo legendaria a la Nouvelle Vague no fueron sus nombres, sino sus fracturas. El lenguaje quebrado, los falsos raccords, las historias sin final, las miradas a cámara, el cine que se preguntaba a sí mismo qué sentido tenía. Linklater, paradójicamente, entrega una película de forma demasiado tradicional para capturar ese nervio rebelde. El blanco y negro —fotografiado con precisión de época por David Chambille— es hermoso, sí. La música jazzística se ambienta con delicadeza. La edición fluida de Catherine Schwartz nos traslada entre cafés, set de rodaje y pasillos de redacción. Pero todo parece tan ordenado, tan coherente, que lo que fue una revolución aquí parece una obra escolar brillante, pero segura.

Guillaume Marbeck interpreta a Godard con la pose estudiada del cinéfilo que ha leído más entrevistas que vivido contradicciones. Su Jean-Luc es más una caricatura con gafas oscuras y cigarrillo perpetuo que el pensador incómodo, el amante despechado, el radical que no sabía si quería hacer cine o destruirlo. A su lado, Zoey Deutch ofrece una versión chispeante y compleja de Jean Seberg: más backstage que musa, más mujer que símbolo. Es en ella donde la película parece respirar algo genuino. La relación con su marido François Moreuil, sus quejas sobre el rodaje caótico, sus recuerdos de Saint Joan y Bonjour Tristesse, nos devuelven a una artista atrapada entre su mito y sus demonios. Linklater se siente cómodo con ella, probablemente porque Seberg conecta con su propia América, esa que mira a Europa con mezcla de respeto y distancia.
Los mejores momentos de Nouvelle Vague llegan cuando Linklater se permite desordenar el relato: cuando Belmondo corre ensangrentado por la calle y se detiene para decir “¡tranquilos, es solo una película!”, cuando Godard tira a la basura sus propias páginas de guion con la desfachatez de quien aún no sabe que está cambiando la historia del cine. También hay un gesto hermoso en la forma en que el filme alterna entre la precisión casi museográfica y los momentos de improvisación controlada. No hay nostalgia mal digerida aquí, ni tampoco una necesidad desesperada de convencer al espectador de la grandeza de Breathless. Más bien, hay una invitación implícita: si no la has visto, ve y mírala; si ya la conoces, obsérvala de nuevo con otros ojos.
Aun así, Nouvelle Vague no se atreve del todo a perder el control. En su afán por rendir homenaje, Linklater sacrifica algo de lo más esencial del cine que intenta retratar: su capacidad de desconcierto. La película avanza de forma cronológica, casi didáctica, desde el día uno de rodaje hasta su conclusión, sin demasiados desvíos o rupturas. Lo que comienza como una celebración termina pareciendo una clase magistral amable, demasiado complaciente para conmocionar, demasiado respetuosa para provocar.
Pero, ¿es eso un defecto o parte del proyecto? Quizás Linklater entiende que no se puede volver a inventar lo que ya fue un acto de invención pura. Que imitar a Godard sería una traición a su espíritu. Así, decide hacer lo contrario: contar la historia con estructura, con cariño, con una admiración que no necesita disfrazarse de modernidad radical. En vez de una revolución, nos da una postal animada. Y a veces eso también es valioso.
Nouvelle Vague puede que no deje sin aliento como su título francés original, pero sí invita a reflexionar. Nos recuerda que detrás de cada mito cinematográfico hubo días de rodaje caóticos, peleas con productores, actores que dudaban, tomas mal grabadas, dinero prestado, y decisiones tomadas al borde del abismo. Y que, a pesar de todo eso —o gracias a todo eso—, surgió una obra que redefinió lo posible.En última instancia, Linklater no busca iluminar el pasado, sino conectarlo con el presente. En una era donde el cine de autor parece acorralado entre algoritmos y fórmulas, mirar atrás es también una forma de resistir. Nouvelle Vague no es perfecta, ni quiere serlo. Pero es honesta, juguetona y respetuosa, y en ese equilibrio quizás radica su mayor virtud.