Reseña de Warfare: La guerra como maquinaria sin alma
En Warfare, Alex Garland y Ray Mendoza no buscan respuestas ni héroes. Tampoco un análisis político, ni siquiera una narrativa tradicional. Lo que construyen —o más bien, desmontan— es un retrato clínico, seco y deshumanizante del conflicto armado moderno. Es cine bélico sin épica, sin redención, sin gloria. Una película que incomoda, no por su violencia, sino por su honestidad.
Ambientada en Ramadi, Irak, durante 2006, Warfare sigue a un grupo de Navy SEALs que ocupa una casa estratégica para apoyar una operación de vigilancia. Lo que comienza como una misión aparentemente rutinaria se convierte rápidamente en una trampa letal. No hay tiempo para presentaciones, ni para backstories. Apenas sabemos que uno se llama Eric (interpretado por Will Poulter), y que está al mando. Lo demás es ruido: órdenes que llegan tarde, decisiones burocráticas que paralizan y disparos que surgen de la nada.
La propuesta narrativa es radical: Garland y Mendoza optan por eliminar cualquier elemento que pudiera evocar una conexión emocional tradicional con los personajes. No hay confesiones, ni objetos personales con historia, ni la clásica escena del soldado que muestra la foto de su familia antes de entrar en combate. El guion prescinde incluso de nombres completos. La identidad queda reducida a una función operativa: el que dispara, el que cubre, el que comunica. En ese anonimato colectivo, la película hace una poderosa declaración: la guerra no distingue, no inmortaliza; tritura, borra, reemplaza.
Esta apuesta se refleja también en la puesta en escena. Garland, como ya hiciera en Civil War, elimina la banda sonora. Lo que queda es el sonido real, o lo más cercano a él: el zumbido de un dron, el ladrido de un perro, las voces apagadas por una pared, el chirrido metálico de un fusil al cambiar de posición. El equipo de diseño sonoro, compuesto por más de una docena de personas, construye una experiencia sensorial inmersiva. No estamos viendo una guerra desde la butaca: estamos dentro de la casa, compartiendo la tensión de cada paso.
Uno de los mayores logros técnicos del filme es su manejo del silencio. No el silencio absoluto, sino ese umbral donde el sonido cotidiano (un electrodoméstico, una radio encendida a lo lejos, un vehículo que pasa) anuncia que algo está por romperse. En Warfare, el sonido se convierte en un lenguaje de anticipación. Sabemos que algo va a estallar, pero no cuándo ni desde dónde. La incertidumbre es total.
La estructura temporal de la película también contribuye a esa sensación de realismo crudo. La acción transcurre en lo que parece ser medio día, quizás menos. No hay saltos de tiempo, ni elipsis convenientes. Cada decisión, cada orden, cada disparo ocurre en tiempo real. La progresión es lenta, asfixiante. El espectador queda atrapado junto a los personajes, sin más información que la que ellos tienen, sin más opciones que esperar.
Visualmente, Garland y Mendoza optan por una estética de cámara cercana, casi documental. En momentos clave, la película corta a tomas aéreas en blanco y negro, vistas desde aeronaves de vigilancia. En esas imágenes distantes, los humanos se convierten en píxeles, en movimientos sospechosos dentro de una cuadrícula. Es un recurso brutal, que recuerda cómo la guerra moderna despersonaliza incluso desde su punto de vista más alto.
Pero quizás lo más impactante de Warfare no es lo que muestra, sino lo que omite. A diferencia de muchas películas bélicas que caen en la trampa del espectáculo —donde cada muerte es coreografiada, cada batalla es épica—, aquí la acción es torpe, caótica, dolorosa. Un vehículo de combate destinado a rescatar a la mitad del pelotón es destruido por una mina. El alto mando se niega a enviar otro, no por maldad, sino por economía: perder otro equipo sería «ineficiente». Esa lógica fría, burocrática, atraviesa todo el film. Los soldados no son más que piezas de un sistema diseñado para minimizar costos, no para salvar vidas.
La interpretación de Will Poulter y del resto del elenco es, intencionalmente, contenida. Nadie sobresale, nadie brilla. Todos son reemplazables. Esta decisión puede frustrar a quienes buscan conexión emocional con los personajes, pero esa frustración es parte del diseño. El mensaje es claro: en la guerra, la individualidad es una ilusión.
No obstante, Warfare no es una película cínica. Su dureza no nace del desprecio, sino de la fidelidad a una experiencia vivida. Recordemos que Ray Mendoza, codirector del film, es un veterano de guerra, y que la historia está basada en recuerdos reales de soldados que vivieron ese infierno. La veracidad de Warfare no está en sus nombres, sino en sus atmósferas, sus ritmos, su agotamiento.
Y sin embargo, es en ese último minuto donde el film flaquea. Tras el clímax, la pantalla muestra fotos reales de los soldados en los que se basa la historia, junto a un homenaje al 6º Pelotón de la Marina. Es un cierre que busca honrar, pero que choca con la narrativa previa. Durante toda la película, Garland y Mendoza han evitado glorificar. Han mostrado la guerra como un sistema desalmado, donde incluso sobrevivir no garantiza significado. Entonces, ¿por qué cerrar con un gesto que parece suavizar ese mensaje? ¿Por qué ofrecer una pizca de épica, cuando todo el film ha demostrado su inutilidad?
Esta disonancia no arruina la obra, pero sí la matiza. Warfare es demasiado honesta para caer en la propaganda, pero ese tributo final podría ser leído como un intento de reconciliar dos verdades opuestas: la deshumanización que implica la guerra y el respeto por quienes la soportan. Es un dilema ético y cinematográfico que la película deja abierto.
En suma, Warfare es una obra incómoda, exigente y poderosa. No es entretenimiento, ni siquiera es denuncia en el sentido clásico. Es testimonio. Un film que no quiere que salgas del cine con respuestas, sino con preguntas. Preguntas sobre cómo representamos la guerra, sobre qué historias elegimos contar y qué verdades preferimos no ver. Garland y Mendoza no nos invitan a admirar. Nos obligan a observar. Y, en ese acto, nos confrontan con lo que quizás preferiríamos ignorar: que en la guerra, incluso los vivos pueden terminar siendo invisibles.