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Critica a «Sinners» (2025) de Ryan Coogler

Ruben Peralta Rigaud

Reseña a «Sinners» de Ryan Coogler, con Michael B. Jordan, Hailey Stanfield y Delroy Lindo.

En tiempos donde el cine de franquicia ha saturado el panorama con repeticiones mecánicas, Ryan Coogler regresa a sus raíces con Sinners, una obra cargada de personalidad, furia histórica y lirismo afroamericano. Su primera película fuera de un gran estudio desde Fruitvale Station (2013) es también su más ambiciosa: una fábula gótica sureña que fusiona western, melodrama, blaxploitation, cine de vampiros y musical de raíz afrodescendiente.

La historia se sitúa en 1932, en plena era de las leyes de Jim Crow. Los gemelos Smoke y Stack (ambos interpretados por Michael B. Jordan), curtidos por la violencia de la mafia de Chicago —quizá incluso bajo las órdenes de Al Capone—, regresan a su pueblo natal en Mississippi para dejar atrás su pasado criminal. Su objetivo es claro: abrir un club nocturno en un viejo granero familiar y crear un santuario para la comunidad afroamericana donde el blues sea el lenguaje de sanación.

Con un camión lleno de armas, vino italiano y cerveza irlandesa, los gemelos reclutan a viejos amigos y parientes, entre ellos su joven primo Sammy “Preacherboy” (Miles Caton), un prodigio musical que se debate entre seguir su pasión o complacer a su padre, un predicador que considera el blues como “música del diablo”. Contra los deseos paternos, Sammie se une al proyecto de sus primos, marcando el inicio de una historia que pronto se teñirá de sangre.

Lo que parece una noche inaugural perfecta —con música ardiente, baile liberador y comunidad— da un giro imprevisto con la llegada de un trío extraño y perturbador. Vampiros liderados por el carismático y amenazante Remmick (Jack O’Connell) empiezan a merodear la zona, ofreciendo una aparente libertad que pronto se revela como otra forma de esclavitud. Coogler no solo nos entrega criaturas nocturnas; nos presenta una metáfora sobre el consumo cultural, el saqueo espiritual y la sed insaciable de un sistema que se alimenta de los cuerpos y el talento negro.

Uno de los aspectos más potentes de Sinners es su compromiso con los detalles históricos. El film no oculta las estructuras de opresión: desde la moneda de madera que los afroamericanos recibían por su trabajo —inútil fuera del circuito cerrado de plantaciones— hasta la profunda desigualdad institucionalizada. El sueño de Smoke y Stack es más que un negocio: es un acto de resistencia, un espacio simbólico donde los oprimidos puedan alzar la voz… o su guitarra.

Y es precisamente ahí donde Sammie se convierte en el corazón emocional del film. A medida que el joven músico gana protagonismo, descubrimos que su talento trasciende lo artístico. Sus interpretaciones, marcadas por el dolor y la esperanza, tienen la capacidad de “levantar el velo entre la vida y la muerte”, como señala la narración inicial. Una secuencia inolvidable muestra cómo el juke joint se convierte en un cruce temporal donde músicos de distintas eras —pasadas y futuras— bailan juntos. Es un momento de magia fílmica, un tributo a siglos de música afroamericana.

La primera mitad de la película es contenida, íntima. Coogler se toma su tiempo para construir personajes, relaciones y tensiones sociales. Se siente más como un western crepuscular, con la complicidad entre los hermanos, las heridas emocionales que arrastran y los ecos de un pasado que no se ha ido. Pero en la segunda mitad, el horror se desata. Sin abandonar su carga simbólica, Coogler nos sumerge en una atmósfera de pesadilla donde la lucha por la supervivencia se torna literal.

El guion —escrito por el propio director— encuentra un equilibrio delicado entre la narrativa política, las pulsiones sobrenaturales y la introspección emocional. A través de sus protagonistas, explora temas como el peso del pasado, la familia, la culpa, la fe y la posibilidad de redención. Smoke y Stack, aunque físicamente idénticos (distinguidos solo por el color de sus corbatas), encarnan dos formas de enfrentarse al trauma: uno desde la violencia, otro desde la contención. Jordan ofrece aquí una de sus interpretaciones más matizadas.

El reparto, en general, es sólido y convincente. Miles Caton, en su debut cinematográfico, irradia autenticidad como Sammie, mientras que Wunmi Mosaku brilla como Annie, la antigua compañera de Smoke, ahora figura central en el nuevo bar. Delroy Lindo, como el borracho pianista Delta Slim, regala momentos de pura melancolía. Cada personaje tiene profundidad, heridas visibles y un lugar claro en esta historia coral.

Técnicamente, la película es una maravilla. La fotografía de Autumn Durald Arkapaw mezcla el calor sofocante del sur con el fulgor de las noches en el club. Las secuencias de acción de la segunda mitad —especialmente los enfrentamientos con los vampiros— están filmadas con largos planos secuencia, interrumpidos solo por cortes calculados que provocan sobresaltos o transiciones suaves. El montaje acompaña la tensión y el ritmo sin perder de vista la musicalidad de cada escena.

La banda sonora de Ludwig Göransson es otro personaje más en la historia. Mezcla blues clásico con arreglos contemporáneos que nunca traicionan la raíz. La música guía emocionalmente al espectador y acentúa la irrupción de lo fantástico con tonalidades inquietantes. En la secuencia final, en particular, la música se convierte en el puente entre la tragedia y la esperanza, entre el sacrificio y la supervivencia.

La alegoría no se diluye ni en el clímax más sangriento. Remmick y sus vampiros representan la tentación blanca, esa forma de colonialismo cultural que ofrece “libertad” a cambio de sumisión. El dilema de Sammie —abandonar sus raíces para aceptar la seducción de Remmick, o aferrarse a su identidad y resistir— resume el conflicto profundo que atraviesa la película: ¿Qué se sacrifica por sobrevivir? ¿Y qué se gana al resistir?

Aunque la parte final puede recordar al cine de acción sobrenatural tipo From Dusk Till Dawn (1996), Coogler nunca pierde el control. Sabe cuándo ir al exceso y cuándo contenerlo. Blood & Sinners es tan estilizada como brutal, tan espiritual como política. Es una declaración cinematográfica y una celebración de la cultura negra en todas sus formas: música, memoria, resistencia.

En un momento donde el cine convencional parece agotado, esta película demuestra que aún es posible sorprender desde el corazón del sistema. Con visión, voz propia y un profundo respeto por las historias que merecen ser contadas, Coogler firma su mejor trabajo hasta la fecha. Sinners no solo canta, también muerde. Y su eco permanece mucho después de los créditos finales.

Acerca del Autor

Ruben Peralta Rigaud

Ruben Peralta Rigaud

Rubén Peralta Rigaud nació en Santo Domingo en 1980. Médico de profesión, y escritor de reseñas cinematográficas, fue conductor del programa radial diario “Cineasta Radio” por tres años, colaborador de la Revista Cineasta desde el 2010 y editor/escritor del portal cocalecas.net. Dicto charlas sobre apreciación cinematográfica, jurado en el festival de Cine de Miami. Vive en Miami, Florida.

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