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Netflix: Crítica a «Roma» (2018) de Alfonso Cuarón

Alfonso Cuarón (Gravity, Children of Men) vuelve a sus orígenes. Regresa a su tierra, a su lengua materna y, sobre todo, a ser niño, tratando de objetivar esos recuerdos que, en su memoria, los vivió en una casa en donde las mujeres representaban el eje central. Partiendo de su memoria, convirtiéndola en imágenes a blanco y negro que no esconde nada, por el contrario, hace que los objetos y las personas sean aún más marcados, el cineasta mexicano nos cuenta lo difícil que es ser narrador del pasado, hablar de la familia mientras que en el patio los niños hacen bulla. Roma es el nombre de un área de asentamiento aparentemente bastante exclusiva en la Ciudad de México. Es el hogar del cineasta.

Como suele suceder en las películas de Cuarón, la secuencia de apertura es importante. Los créditos tienen lugar en un piso de baldosas en el que fluye agua enjabonada. Es una secuencia larga, da oportunidad a que el director pase los nombres de todos los involucrados. Hay más nombres de lo habitual para ser créditos de inicio. Mientras estos pasan ante nuestros ojos, el agua pasa frente a la cámara y, sobre ella, aparece el reflejo del cielo a través de una ventana. Pasa un avión. Con algunos trucos básicos, Alfonso Cuarón ya muestra la elegancia y la riqueza que marcará toda su película.

Es a partir de los sonidos que nos sumergimos en la Ciudad de México, en donde los gritos de los vendedores ambulantes, la música de una banda en la calle y los continuos ladridos de los animales, nos crean el ambiente circundante. Y, por lo tanto, a partir de un buen contexto, comenzamos a percibir la vida febril de “Roma”, que decide pasar por sus aspectos perceptivos incluso antes de proceder directamente con la historia, lo que hace que nuestra percepción sea un regalo en la distensión del tiempo. La película se refiere, como ya mencioné, a la memoria.

Y mientras tocamos el terreno en el que crecen los niños, la cámara nos invita a analizar sin miedo a las figuras humanas, a prestar atención a los detalles que recuerdan un lugar desaparecido, acariciando paisajes y personas. Roma es extremadamente lenta, y no utiliza ningún método dramatúrgico ni “kitsch” para contar su historia. El hilo conductor se filtra en un viaje complejo, sensible y conmovedor de un mundo muy personal. Se abstiene de integrar la esencia misma de su narrativa en una trama construida para que sea dramática. Tal enfoque es una decisión riesgosa: la naturaleza humana es una construcción frágil, un paso cauto que es capaz de obstruir masivamente la credibilidad y el significado psicológico concomitante de una película. Alfonso Cuarón, sin embargo, nos involucra en una conversación íntima y honesta a lo largo de la narrativa. Vemos un contraste entre la fuerza del lenguaje de la puesta en escena y una dirección intima, que se refleja aún más en sus largas tomas. Es como si un amigo cercano nos estuviera contando una historia y la fuéramos recreando en la cabeza con sus palabras.

Los eventos que ocurren se transforman en símbolos que conducen a la existencia de las mujeres protagonistas, destinadas a mantener el futuro de la familia sobre sus hombros. Y la calma que propone la película entra en antítesis con momentos de fuego que iluminan al filme de una fiebre vital, incluso cuando es un viento de violencia y muerte.

En este dualismo con el que Cuarón ensambla su película, hay espacio para el poder de un cine en el que tiene que confiar y que, si lo deja entrar, puede entusiasmarse por su alcance innato, capaz de hablar no solo de la fuerza de las mujeres y del sacrificio de las madres, sino de la animosidad de la que es posible extraer vida. “Roma” es el camino para que un director hable sobre lo que pocos artistas pueden hacer, haciendo que un público que está orgulloso de demostrar sus orígenes y mitos participe en su tradición.

El blanco y negro cautiva no solo en su contenido, si no con una discusión que varía en opiniones de acuerdo al espectador. Las composiciones de Cuarón son fabulosas en muchos aspectos: son obras de arte en movimiento. Estas tienen una gran importancia, transportan lo que las palabras solas no pueden transmitir. Da miedo con la precisión que el director es capaz de dirigir nuestra atención hacia un punto en específico aun cuando el caos esta reinando, ese preciso momento de decepción y dolor, es transmitido con tan solo un intercambio de miradas. Al menos yo, noté un auto-homenaje a todas sus pasadas obras, abran bien sus ojos.

Ese control es evidencia de la intimidad de varios mundos emocionales presentados: ¿de qué otra manera el cineasta, con esa claridad, sería capaz de controlar el efecto afectivo de la obra, tanto en términos de contenido como de estilo? Es la primera vez que Alfonso Cuarón se presenta no solo como un cineasta convincente, sino como una persona y un artista que tiene algo significativo que decirnos.

Acerca del Autor

Ruben Peralta Rigaud

Rubén Peralta Rigaud nació en Santo Domingo en 1980. Médico de profesión, y escritor de reseñas cinematográficas, fue conductor del programa radial diario “Cineasta Radio” por tres años, colaborador de la Revista Cineasta desde el 2010 y editor/escritor del portal cocalecas.net. Dicto charlas sobre apreciación cinematográfica, jurado en el festival de Cine de Miami. Vive en Miami, Florida.